Era yo aun un pequeño niño cuando ya comenzaron a aparecer en mi vida los ataques de histeria que lastiman mi rostro. Primero uñas, luego el dolor y concluía con la sangre, esta era una de mis primeras manifestaciones emocionales que utilice. Desde esa faceta de mi vida ya me solía aburrir con facilidad, por lo cual cambiaba rutinariamente a cosas como los clásicos chocando contra los muros de una inocente guarida, la cual hacia temblar hasta las columnas de su cansancio por el temor que creaba en el ambiente de vecinos los gritos de un pequeño niño.
Unos cuantos años expuesto dictatorialmente a la sociedad bastaron para que mi mente construyera los muros de los parámetros. En mi infancia cada brisa era un empujón al columpio de mi imanación; cada árbol era tan único que ameritaba que me detuviese para admirarlo y si las energías y autoridades lo permitían incluso conquistarlo; un detalle era una celebración; e incluso las lágrimas de dolor me traían al fin y al cabo felicidad disfrazada de atención.
Ahora ya mayor, -mirame tu-, la histeria sigue en mi; tan fuerte como en mi comienzo y tan reprimida como la sociedad. Reflexiono, pienso, intento entender el por qué, -¿Qué te pasa?- preguntas, -ya casi lo se-.
Hoy me doy cuenta de que ahora la brisa me ahoga; los árboles se han vuelto ignorados; y no hay detalles, quizás si celebración, pero si llega el dolor, -Oh, si llega el dolor-, no hay atención ni manufacturación.
La ira sumada a la represión físico individual y hasta incluso espiritual generan violencia. Me lleno de violencia, pero mis sentimientos positivos en contradicción al mundo en el que vivo no me permiten desahogarme contigo, por lo cual la mayor cantidad de minutos lo hago conmigo.
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